Si la belleza se percibe con los sentidos, si es vista, oído, olfato, gusto y tacto; si nada en ella puede ser reducido a un discurso, puesto que su medida es el placer; si no reside en el intelecto, pero estremece al cuerpo; si su condición primera es la presencia real de lo gracioso, lo apetecible: su aparición, su irrupción incluso; si solo es posible esperar y contemplar la belleza, no definirla ni poseerla; si su recuerdo conduce, irremediablemente, a la melancolía, que no es sino la sombra de lo bello, entonces la infancia es su territorio más auténtico.