En 1896, a los treinta y cinco años, Henry Howard, el primer asesino en serie de Estados Unidos, se declaró culpable de decenas de crímenes (los historiadores piensan que fueron cientos, casi todos perpetrados contra mujeres). Para llevarlos a cabo, construyó en Chicago un hotel equipado con las últimas innovaciones tecnológicas. Aquel edificio colosal, colindante con uno de los mataderos más sofisticados del mundo, se inspiraba en él, pero mejorándolo notablemente. Era una fábrica de la muerte, una gran máquina arquitectónica que gestionaba todo el proceso: la preparación de la matanza, el aislamiento de la víctima, el propio asesinato y la eliminación del cadáver. Aquel hotel fue una obra maestra del «diseño doméstico», un sistema que, aunque cueste admitirlo, encaja a la perfección en el proyecto funcionalista del arte moderno y en el destino productivista al que se adhiere nuestra sociedad. Este libro, por tanto, no es un relato criminal. Su interés se centra en desentrañar cómo el caso Holmes evidencia una conexión fundamental entre el surgimiento casi simultáneo de la Revolución Industrial y la figura del serial killer: productividad, cosificación del ser humano y una siniestra racionalidad que desembocan finalmente en Auschwitz, y que desde allí se perpetúan en una estrategia global de management, logística y gestión de flujos (mercancías, datos y también personas) donde cada elemento es intercambiable y solo debe contribuir a la máxima eficiencia y el mínimo coste. Por lo demás, aquellos lectores que quieran profundizar en esta turbadora historia deberán estar atentos al próximo estreno de la miniserie que sobre la figura de este asesino fuera de serie prepara Martin Scorsese, protagonizada por Leonardo DiCaprio. Es posible que Jack el Destripador acumulara la notoriedad que se esconde entre las nieblas del pasado, pero H. H. Holmes nos legó un futuro espeluznante.