He aquí un recorrido por las nociones claves de uno de los intentos más radicales y audaces por romper con los modos de pensamiento heredados durante 3000 años de historia de la civilización occidental. La tarea es titánica; el diagnóstico, preciso: desde el siglo XIX, las ciencias acumulan hipótesis y teorías que indican una enorme mutación en la epistemología, la metafísica y la cosmología que tuvieron sus pilares en el pensamiento platónico y aristotélico por un lado, y en la tríada Newton, Hume, Kant por el otro. Pero la ciencia avanza a ciegas respecto de sus propias premisas filosóficas y enmarañada en la fragmentación de las especialidades.
La misión de la filosofía, aventura afín a la poesía, es construir la autoevidencia de ese nuevo modo latente de entender el universo. Ante la noción de una materia inerte que soporta cualidades, la del espacio geométrico vacío y la mecánica newtoniana, instalar como modelo metafísico la actividad vital y, con ella, la importancia, la perspectiva y el valor como nociones fundacionales. Frente a las formas atemporales y estáticas, y la representación de un tiempo abstracto desprovisto de duración, la noción de un proceso creativo permanente que contiene el pasado y el futuro. Frente a la excepcionalidad de la especie humana, la continuidad entre las sociedades de entes, inorgánicos, vegetales, animales. Para sustituir la consciencia abstracta separada del cuerpo y del mundo, que percibe meros datos sensoriales, reinsertar los grados de mentalidad como factores en el proceso de la naturaleza.
La obra de Alfred Whitehead, que reconoce una enorme deuda para con Henri Bergson y William James, fue valorada por los filósofos del devenir y el acontecimiento, como Gilles Deleuze, participa de los debates actuales de la filosofía de la ciencia, vía Isabelle Stengers y Bruno Latour, e influye en los estudios ecológicos y etológicos contemporáneos.