A su quehacer poético y ensayístico, Eugenio Montejo agregó el cultivo de lo que llamó escritura oblicua, una versión muy personal y con frecuencia lúdica de la heteronimia. En la tradición de Larbaud, Pessoa y Machado, la oblicuidad concibe nuestra esfera subjetiva como laberinto. Alrededor de Blas Coll, tipógrafo de Puerto Malo, excéntrico maestro obsesionado con el lenguaje, se organiza la labor de los colígrafos: Sergio Sandoval, autor de coplas populares; Tomás Linden, sonetista que viene de regreso de toda inquietud modernizadora; Eduardo Polo, a quien debemos una mercurial poesía infantil; Lino Cervantes, concentrado en experimentos como el coligrama; y Lucian Vacaresco, dramaturgo de aparición póstuma, cuyo drama El ángel aquí se edita por primera vez, junto con nuevos materiales de los otros heterónimos. En los fragmentos de El cuaderno de Blas Coll se conjugan el ensayo y la ficción. En su estela, valiéndose de la lírica, el cuento o el teatro, los colígrafos tantearán rutas expresivas que la contención y el estricto equilibrio del Montejo ortónimo solían evitar. Coll y cada uno de sus discípulos suponen instantes de liberación, expediciones hacia posibilidades estéticas a las cuales se concede espacio en una cosmovisión siempre heterodoxa, plural.