Con sus imágenes oníricas, sus espléndidas texturas y su sugerente uso del color, la estrella del simbolista Odilon Redon buscó un equivalente pictórico a su propia psique. Ya sea en sus sombrías primeras obras o en lienzos más livianos, fue, sobre todo, un artista de estados mentales con considerable influencia en el postimpresionismo. Fue también un pintor de extremos escénicos y emocionales.
Hasta 1890 aproximadamente, el artista era conocido en exclusiva por sus obras en blanco y negro. Estos cuadros negros eran litografías y dibujos al carboncillo poblados por criaturas fantásticas y aterradoras en una paleta de colores lúgubres. Los tonos pastel, sin embargo, fueron abriéndose paso poco a poco por su obra y, con ellos, surgieron temas nuevos y menos sombríos. Las flores se convirtieron en un motivo recurrente. Donde otrora se alzaron símbolos de melancolía, ahora se abrían paso caballos y mariposas de alas batientes.
Si bien este lirismo y armonía de la última etapa de Redon contrasta vivamente con su melancolía anterior, sus principios rectores seguían «poniendo lo visible al servicio de lo invisible».