En esta novela autobiográfica escrita a comienzos de 1940 y publicada póstumamente -el manuscrito fue enterrado en un jardín y rescatado después de la Segunda Guerra Mundial-, David Vogel se esconde bajo el pseudónimo del pintor/escritor Rudolf Weichert para contarnos su detención y traslado junto a otros judíos y extranjeros a un campo de internamiento de Francia, que pronto será ocupada por los nazis. Los prisioneros son conducidos de un campo de internamiento a otro, y cada campo despierta en ellos la nostalgia por el que acaban de abandonar.
Vogel se sirve del humor más negro para narrar el derrumbe moral de ese momento y la desesperante situación que sufren los presos: los decretos arbitrarios son anunciados y revocados; los grupos de prisioneros se reúnen pero nunca llegan a conclusiones; los interrogatorios sin sentido comienzan igual que terminan; las órdenes de liberación se publican pero nunca acaban de cumplirse.
Este impresionante testimonio, escrito con un estilo inteligente y sosegado, muestra cómo los campos de internamiento se convirtieron en un teatro secundario de la guerra e indaga en la pérdida de la dignidad humana o la anulación del yo. Todos marcharon a la guerra nos trae a la memoria las mejores páginas de Suite francesa, de Irène Némirovsky, o Si esto es un hombre, de Primo Levi.
Poeta y novelista, Vogel pertenece, junto a Joseph Roth, Arthur Schnitzler, Franz Werfel y Stefan Zweig, al excelente grupo de escritores centroeuropeos que contribuyeron a renovar la mirada literaria en la primera mitad del siglo XX.