La composición de un mundo común sustentado en el respeto a los irreductibles desajustes de sus miembros ha de construirse en el seno de un paisaje sonoro, el de las voces y las palabras, con las que designamos las cosas y nombramos a las personas, con las que compartimos nuestros deseos y deberíamos debatir nuestros desacuerdos, y también dentro de un paisaje visual en el cruce de miradas y de palabras que rechazan la omnipotencia del terror para crear un espacio de hospitalidad. Es en este paisaje donde Mondzain trata de devolver al término radicalidad su belleza virulenta y su energía política, su significado de libertad inventiva e ingeniosa. La confusión entre la radicalidad transformadora y los extremismos es el peor veneno que el uso de las palabras inocula día tras día en las conciencias y en los cuerpos. La defensa de la palabra y la vigilancia mantenida sobre los usos de la lengua son dos condiciones para el debate que permite y sustenta la vida política. Ahora bien, la palabra y la conciencia crítica, lejos de ser un privilegio de las élites y los intelectuales, deben ser reconocidas como capacidad y derecho de todos sin excepción. Crear este intercambio con los llamados radicalizados es un gesto de acogida, sin el cual ningún mundo común sería posible y no habría otra salida que la guerra de todos contra todos.