Dejado, abandonado de todos y de sí mismo, va el idiota. No se encamina hacia nada; la línea recta le es desconocida, y, pues que no va propiamente a ninguna parte, no tiene camino. Anda siempre dando vueltas; su moverse es un girar. Cuando quieto mueve casi imperceptiblemente la cabeza, lo hace en redondo también, y no en ese movimiento pendular de abajo arriba, en que cae la cabeza del hombre que no está haciendo nada, que alza la cabeza y la baja como atraído por una doble, contraria gravitación. El idiota debe obedecer sólo a una atracción que no se ejerce ni desde arriba ni desde abajo. Va rondando, bailando alrededor de algo, de un centro que, a veces, parece a punto de tocar, quedándose entonces inmovilizado, pasmado, con la cabeza más redonda que nunca, vuelta hacia el cielo, como si recibiera una lluvia que solamente a él le cae. (
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Serían de dibujar estos pasos del idiota entre la multitud enlaberintada. Y esa su danza, que parece merodeo a un lado y a otro de los que caminan serios sabiendo muy bien adónde van y conociendo lo que les mueve. (
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Puesto que en el idiota, tan privado de dirección, sólo la sonrisa la tiene y se abre dirigida hacia algo, despertada, atraída como le sucede al viviente en ese instante privilegiado en que coinciden amor y libertad. Suele llamársele, claro, bobería, y, a veces, idiotez, pura idiotez. Ha de ser verdad. María Zambrano.