Las ediciones de La Vorágine se cuentan por legiones: desde las doctas, cargadas de notas al pie, hasta las de filibustera factura, que no pueden faltar en cualquier agáchese. La apropiación popular de la novela también ha sido innegable. Aún hay quienes se la aprenden de memoria y difícilmente habrá territorio de frontera donde no exista una pensión o una casa de empeño llamada «La Vorágine». Para ser centenaria, no merma su necesidad. Pero el éxito le ha traído consigo dos maldiciones: ser encasillada en categorías limitadas, como «novela de la selva», «novela de la violencia», "novela de las caucherías", atinadas pero parciales para una obra que es justamente sobre la vastedad y la porosidad de las fronteras. La segunda maldición es que se haya vuelto de obligada lectura en el colegio, y que cuando más debiera maravillar, espante. La recordamos como una tarea indigesta e irrelevante, hasta que la leemos con ojos nuevos y nos sorprende y fascina como un tesoro recién descubierto. El regreso a La Vorágine suele volvernos adeptos, si no adictos a sus páginas. La primera versión de la novela, la de 1924, que conmemoramos con esta edición, era más osada y cadenciosa que las posteriores; aquí reproducimos su prosa poética, con arriesgada fidelidad, e incluimos las fotografías que Rivera consideró fundamentales para soportar la historia, en un gesto vanguardista sin precedentes, ignorado después con inexplicable terquedad. Acompañamos la novela con una sección de notas al final -en donde hacemos una confrontación con los manuscritos que conserva la Biblioteca Nacional de Colombia, que arroja nuevas luces sobre las bases históricas y las primeras intenciones narrativas del autor- y quince textos que demuestran su inagotable vigencia y dialogan con ella desde el amplio espectro de las disciplinas sociales y humanas.