SARA FERNÁNDEZ GÓMEZ / CARLOS VANEGAS ZUBIRÍA
Con la frecuencia con que en la actualidad se dice que arte es o puede ser cualquier cosa, también puede decirse hoy que el arte debe ser político. Esa es al menos la impresión que da el auge reciente de las diversas prácticas en el arte: estéticas expandidas, de lo cotidiano, relacionales o imbricadas, los situacionismos, los colonialismos, entre otras. Todas ellas se presentan como teorías programáticas en favor del primado del mensaje político y social sobre el arte, y del cubrimiento total de la experiencia por parte de la reflexión sobre los problemas acuciantes de la sociedad en conflicto, como si la experiencia ofrecida por la obra de arte se hubiera convertido en una directriz que reorienta la atención hacia nuevos objetos, actividades y situaciones: desde principios de la década de los noventa se amplió la red discursiva del arte, en la cual sobresalen los agentes y sujetos políticos de acción, el carácter cultural y político de la acción artística, ahora signada por la diferencia, los conflictos sociales y políticos, y el mapeo de una cultura precarizada. Y con ello, parece ser agenda del arte contemporáneo buscar, en el público y en las instancias institucionales, el carácter problemático para el ámbito de los espacios sociales en relación con acontecimientos en los que la sociedad tiene una responsabilidad que escapa a la posibilidad de individuación.