Mamá ideó un método para que olvidáramos las cosas feas que nos ocurrieran, y para que a su vez siempre recordáramos la lección aprendida. Rescataba la cita de un libro o el diálogo que considerara apropiado para la ocasión, y con su perfecta caligrafÃa lo escribÃa en uno de los azulejos blancos de la cocina de casa. AsÃ, al leerlas cada vez que pasáramos por delante, recordarÃamos la razón de lo escrito, y entenderÃamos que por mucho que algo doliera, siempre habÃa alguien que en algún momento se habÃa sentido igual que nosotros. Y no se trataba de un alguien cualquiera: debajo de cada cita, firmaba con el nombre de un escritor o del personaje que aquel inventara, para darle voz a las emociones o a las vivencias que todos, sin excepción, tenemos a lo largo de nuestra vida. Era su manera de convencernos de que alguien ya vivió lo mismo antes de que nosotros lo hiciéramos, y que, incluso en los infiernos que nuestra imaginación inventa, se pueden escribir las más bellas historias.
Con el paso de los años, la pared de la cocina se convirtió en el lienzo de nuestras vidas, el diario de nuestra juventud escrito por otras voces en otros tiempos. Mamá encontró la manera más romántica y auténtica de hacernos sentir importantes y únicos. Indestructibles. Y jamás se equivocó.