Una práctica equilibrada de la forma, sin el extremo ampuloso que termina por desperdiciar muchos de los intentos narrativos del momento y un conocimiento eficaz de ambientes y tipologías humanas, nos permiten avanzar en la lectura de esta novela de Alejandro Cortés. Entre la realidad y el desvarío (esa realidad suburbana en disparidad con el ideal de los personajes), el universo familiar nos entrega un conflicto terciado por la entrega germinal de la aventura y los trances de una vida trillada por la enfermedad.
La imagen omnisciente de El lago de los cisnes y el permanente retorno a los caminos de la danza en una suerte de flash back donde lo exótico impone su dinámica propia, completan la metáfora de luces y sombras, frustraciones y conquistas. Algo apenas natural en un autor consciente de su vocación literaria. Más allá del entorno doméstico del cual el narrador es un asistente aplicado, ante los ojos del lector se abre un abanico de opciones cosmopolitas, lenguas y vivencias tan diversas como inquietantes.
Casi al final viene la voz lírica: poeta arriesgado al difícil arte de la novela, Alejandro Cortés suelta las amarras del verso en tanto acto de libertad expresiva donde los límites de géneros sufren la auténtica metamorfosis del creador. Es la música que cierra el periplo de amistades y sobresaltos, de búsquedas y afirmaciones. Por último nos queda la certeza de haber asistido a una velada gratificante en medio de la incertidumbre.
José Martínez Sánchez