Las luces se apagan. El telón de terciopelo oscuro se mueve lentamente. En la pantalla enorme aparecen montañas amarillas, indios valientes, vaqueros con honor, trapecistas de ojos verdes. Los sueños tienen apenas ocho años de edad. Todo para el narrador de esta historia es nuevo. Sabe que afuera del teatro está la Medellín de los años sesenta en la que Mejía, su padre, vivirá jornadas épicas para ganarse un espacio en el mítico sector comercial llamado Guayaquil.
Por las páginas de El cine era mejor que la vida pasan tías, primos, abuelos y amigos que cada uno de nosotros pudo tener, que todos hemos querido, envidiado y hasta odiado en algún momento de nuestras vidas, sobre todo en la infancia. Juan Diego Mejía escribe con la astuta sencillez de los narradores verdaderos. En sus palabras se percibe poesía, discreta, en tono menor, y vamos entendiendo que cada frase fue construida con muchísimo cuidado, con un trabajo del tiempo que implica respeto por el lector y por el oficio de la escritura, y que nos presenta los dramas humanos fundamentales con la claridad y la pasión de quien tiene qué contar y sabe hacerlo.