Para ilustrar tesis puramente filosóficas, esto es, para encarnar su eterna verdad o su ocasional verosimilitud, Clément Rosset recurre a menudo a referencias culturales de muy diversa índole, desde la música a la pintura, desde el cine al comic, desde la literatura a la historia, sin descartar acontecimientos biográficos o circunstancias sociales. Por su obra desfila, pues, codeándose con los grandes representantes del gremio filosófico y con idéntica importancia en tanto que portavoces del autor, infinidad de personajes, situaciones, ejemplos, sonidos e imágenes, reales y ficticios. El presente volumen es, en el fondo, un homenaje especial a todos ellos. Ya no se trata de empeñar el arte o la vida para mayor gloria de la filosofía, que así se torna más accesible, sino al contrario, de esgrimirla filosofía para que el arte y la vida se vuelvan más comprensibles.
Materia de arte recoge once escritos sobre otros tantos escritores o artistas (Jankélévitch, Beckett, Soulanges, Hélion, Klossowski, Chelkoff, René Clair, Bresson, Offenbach, Ravel y Mozart) que, por diversos motivos, han interesado al autor. En todos ellos, a colación de algún aspecto concreto de sus respectivas producciones, se aprecia el fondo de la filosofía afirmativa y trágica de Rosset, así como la precisión, la elegancia y el humor habituales de su escritura.
¿Cómo podríamos distinguir realmente entre materia y pintura? Tributarias de un mismo azar inicial, dependientes de los caprichos de una feliz o aciaga disposición de sus elementos, la materia en general y la pintura en particular no tienen en el fondo nada que las diferencie. Semejante al mundo tal y como lo concebían los atomistas de la Antigüedad, la más bella de las pinturas jamás será otra cosa que un desorden organizado: un desorden que vive y se mantiene en virtud de una rara fortuna que transforma, de manera ocasional y excepcional, el azar en ley, el sinsentido en sentido. Así procede Chelkoff, maltratando la materia hasta que se vuelva presentable, retorciendo el pescuezo a la arbitrariedad hasta arrancarle la apariencia de una necesidad. Así procedía también Igor Stravinski, que recomienda al artista, en su Poética musical, no tanto la búsqueda de la inspiración cuanto la captura de la ocasión propicia, de ese encuentro feliz en que se cifra todo hallazgo estético. Y es que el artista no es un inventor de cosas nuevas, sino una especie de recuperador del azar, un buen usuario de lo fortuito.
Rafael del Hierro